Revista Internacional de Poesía: "Poesía de Rosario" Nº 21
  Santiago Hernández Aparicio
 




Pieza dramática

 

 

Cómo vuela el ser

 

discretamente corrompiéndose

entre las miradas opuestas de sus seguidores.

Buscarlo en cuartos sin puertas ni ventanas,

que debería hablar sin boca, entre ninfas del silencio.

Dicen que lo vieron flotando entre los escondrijos de las moscas

y que habla desde la intimidad de los estanques, sin ser llamado.

Entonces nadé hasta la isla de los sauces dorados

y les pregunté a las piedras y a las flores por el ser,

pero no hubo respuesta: nada había detrás de su contorno fugitivo.

 

“Está callado en esta época”-escuché luego-

“Y los hombres no lo inventan”

 

Y aquella voz familiar de siempre repetía en mi interior

que el ser, el ser, hijo, es un halcón descomponiéndose en su vuelo.

 

Poema atento a Jaime Gil de Biedma

 

 

Los corazones son bruma

en tiempos en que la guerra

impone su escalofrío y su sordina

sobre el coral vetusto del día.

Por mi parte, sólo pido un poema  

bastardo que me salve

igual que aquellos hijos a sus padres

cuando la ley certera se derrumba

y las miradas trocadas aguardan

en el hervidero de su pasividad

un haz de luz, o el golpe de la noche.

 

Reconocimiento

 

Camino sin reconocerme en mi voz

pero no me pierdo en los esmaltes grises de las plazas desiertas,

porque la poesía es el camino de miles

como la sonata otoñal de Ajmátova, madre de cien millones de parias;

como la boca amordazada de Eluard que se desliza entre los intersticios de la guerra,

como las cadencias de Borges, que podemos encontrar en un cántaro con agua,

porque la poesía es eterna y pobre;

como los lamentos de Mahler, porque la música es poesía más depurada de espacio;

como la agonía de cardenal de Catulo, que repiten todos los amantes

(Ni siquiera la honda impresión de una libertad frente al objeto es útil

¿Acaso no es un eco del eco de los surrealistas?)

como la embestida melodiosa del llanto de Príamo donde dos hombres se reconocen,

como la enseñanza soleada del viejo Walt Whitman

que dice que los cuidados de mi madre son un poema más puro que el canto de un cisne

y que hay una procesión que no cesa ni en el resquicio más cruel del rostro angustioso de los hombres.

No temo el eco porque cuando abrazo mis obras cotidianas y los frutos de la tierra

abrazo las palabras de los otros,

y se hace hondo en mí el recuerdo de algún griego o indio, padre elemental,

que al abrir la boca del lenguaje

cerró los senderos del mundo.

 

 

 

 


Septiembre

 

Ya no quiero tender redes

sobre  santos en éxtasis

 

la piedra sola se basta

silente de boca en boca

 

y siempre el vuelo

de palomas nocturnas

que nadie puede abrazar

 

¿Quién colocó

una rosa desbordada

en el núcleo de la luz?


 

Septiembre II

 

El acecho de un tigre

que sella el movimiento.

Nada falta, nada sobra.

Las hojas perfectas

se suceden una tras otra

en el ramaje de la imaginación.

Y el suelo que pisas tan real y tan sobrio

sacudiendo todo intento de simetría.

Sus patas posadas sobre otra peña,

su zarpazo desgarrando otro pecho

sólo plantarían la ausencia.

Esta es la peña, este es el pecho

-te dices en la noche de tu desolación-

pero nadie te nutrió de coraje

para este día que te toca vivir;

tan sólo bajó un ángel negro

para colocar la rosa desbordada

en el núcleo de la luz.

 

Flores (collage)

 

I

 

El mañana se abrirá como la flor más dulce

y de ti esperarán algo las cosas, asediándote desde su lejanía,

exigiéndote al menos la más breve de las transformaciones .

Mientras, reposa de dulzuras y ardores en los brazos del poema,

siempre generoso, y sereno incluso en su naufragio.

 

II

 

Esto es pavoroso,

nunca sé,

pierdo el sentido.

Y sin embargo temo

que cuando llegue el día me digan:

Fallaste, no diste nada,

no entregaste la rosa en

el momento justo.

 

III

 

Rescatando los pétalos que mueren

deseas en tu boca el tiempo detenido

justo allí cuando, dialogando entre magnolias,

permitía que se abriera el círculo más vasto.

 

 

Sibila

 

Tomarte el amargo trago de lo real

y sin embargo brindar con él,

donarle tus días a quien nunca  los devolverá,

adorar al dios de los adioses en su altar de fango,

-el pájaro azul a tí no volverá, a tí no volverá jamás-

saber que ningún camino lleva a Guermantes

y sin embargo andar el camino a pasos de ganso,

como el peatón incierto que finge seguridad

ante la vigilancia de las rosas en la acera.

Así, encapsular la vida en un instante,

que el desconocimiento

o el conocimiento de lo ingobernable

le dé alas

y del ímpetu de la flor abierta

se cubra el muladar de luz

 

la voz inconmovible de Apolo

reta a la sibila a girar la mirada

y adentrarse en su abismo,

para que el alma irradie

 

 

 

 

 

 

Invitación

Tú que vives profundamente
en las cuatro diademas de bronce
de tus padres
¿Acaso no ves la cadena de luz cayendo
sobre tus caderas?
No hay diadema que resista
la densidad de la tierra.
Más bien son las manos que reciben
ardorosas los frutos
de un sentimiento que arrastra,
y un intercambio dulce deleite
con un aura más grande.

Travesía del arco y la flecha
con trayectoria indefinida,
placer luminoso de dos bestias puras.
A la distancia no le importan nuestros nombres,
tan sólo el vuelo alto sin horas
y profundamente la intensidad de seres
que no se llaman ni dios ni hombre.

 

 

Himnos caídos

 I

 El ciervo inalcanzable de lo real es un dolor
 -tan sólo decirlo ya suena vacuo
 y se nos revuelve el estómago-
y no saber a qué aferrarnos
en este concurso infinito de rostros y máscaras.

Quien aspira a las partes parece poco ambicioso
y quien aspira al todo aspira a nada, o a nada humano
ni realizable humanamente.

A veces un beso amado bastaría, pero ni eso puede ser,
porque donde ponemos la mirada, de ahí se nos escurre el ciervo.
A la deriva somos, nuestros obreros están ansiosos
pero nuestros arquitectos aún no han llegado.

Las piedras solas para sí viven
y los ángeles sabios comprenden la unicidad de lo diferente.
Los hombres somos el atravesamiento de un umbral;
tenemos el fervor del ángel por el vuelo
y las alas de la piedra: en nuestros destinos se entreteje la lucha.

II

Todo está diseminado
el sentido, antes poderosa telaraña
que mantenía unidas las ilusiones, los delirios,
se ha esfumado. Sólo queda la ceniza,
la desabrida nada que cubre
horizontes y lejanías sin cesar,
como el prodigioso mar en donde la gaviota
no encuentra la piedra de apoyo.

¿Qué te ha llevado así, misterioso y asombrado,
a los piélagos más lejanos?
¿Por qué eres mero espectador de los intersticios
entre las formas y no puedes disfrutar
de su divina congruencia, esa que es
un sol, una vida que se abre
tras los desechos de la luz, dulce melodía
de los átomos que en todos y en uno encuentran la cifra?


III

El hombre ha sido enviado a buscar fuera de sí
lo que ya se hallaba en sí: el ser.
Viajero errante en la noche del universo,
se lamenta de las hayas ausentes
y de los inviernos aún no venidos.
Efímera tensión de la flecha que ya hiende el aire,
es su deber bordear los límites,
allí donde su  mundo deja de ser
y colisiona con la nada, oscura madre
de las transformaciones.

                                  
IV

El tiempo es un río que se fuga hacia la eternidad.
Las rosas nacen y mueren eternamente.
La divinidad, ansiosa de conocerse a sí misma,
utiliza a sus creaturas como espejos
donde verse reflejada.
Cada instante, cada dalia, cada hoja de abedul
fue diseñado para la gloria
de ser y no ser al mismo tiempo la forma última,
de quemarse y ser la llama en la hoguera.
La divinidad también busca en las facciones de un hombre
el reflejo de su esplendor último.

 
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