Revista Internacional de Poesía: "Poesía de Rosario" Nº 21
  ENSAYO DE PÍCCOLI
 


Ensayo, so pretexto del libro: “Las alas de Ángela”
, de Alejandro Pidello.

En el discurso pronunciado con motivo de la recepción del Premio de Poesía Civil de Vercelli el 14 de setiembre de 2006, al referirse a la equiparación del concepto de «poesía civil» con el de «poesía de circunstancia», que toma a ésta como «poesía menor o directamente no-poesía», Gelman recordó a Goethe en sus conversaciones con Eckermann de 1823; había dicho Goethe: «El mundo es tan rico y tan profundo, y la vida tan diversa, que nunca faltarán motivos para escribir poemas. Pero deben ser poemas de circunstancia (Gelegenheitsgedichte), es decir, la realidad ha de proporcionar el motivo y la materia para ellos.» Ya sea en el sentido del uso corriente y tradicional del término, ya en el del introducido por la observación goetheana, no sería tal vez desatinado anotar esta pregunta respecto a los poemas de Pidello: ¿son, y, si es que sí, en qué sentido son Las alas de Ángela poemas de circunstancia? Quiero decir: Gelegenheit significa en alemán básicamente ‹ocasión, oportunidad›; aunque sea legítima la traducción de Gelegenheitsgedicht por ‹poesía de circunstancia›, Gelegenheit no es Umstand, literalmente ‹circun-stare›, ‹estar en derredor›… Digamos entonces: ¿en qué sentido son Las alas de Ángela una ocasión, no sólo para leer, sino para pensar la poesía?.
En el momento actual, por otra parte, me parece especialmente oportuno, invertir la pregunta en otra dirección: ¿qué circunstancia o circunstancias hacen que un texto, sea, por ejemplo el de Günter Grass publicado el 4 de abril de 2012 con el título «Was gesagt werden muß» («Lo que debe ser dicho»), en el que él toma posición respecto a la política israelí frente a Irán y a la alemana para con Israel, qué circunstancias hacen, digo, que este texto se presente como un poema? El día siguiente a su publicación lo recibí por mail, gracias a un amigo. […] Tan sólo por que se entienda claramente lo que quiero decir, por qué me preocupa tanto esta cuestión –y creo que debería preocuparnos a todos, si, de un modo u otro, sentimos que nos importa algo la poesía– me permito leerles dos estrofas del texto de Grass, la quinta y la última; dicen así:

Ahora, no obstante, porque desde mi país,

al que una y otra vez buscan y piden cuentas

delitos superlativamente propios

que no tienen paralelo,

otra vez y en el orden puramente comercial, aunque

con labio listo declarado «resarcimiento»,

ha de entregarse otro submarino a Israel,

cuya especialidad consiste en poder dirigir

aniquiladoras ojivas hacia donde

la existencia de una única bomba atómica

no está comprobada, mas, en tanto recelo,

pretende tener fuerza probatoria,

yo digo, lo que debe ser dicho.
[…]
Tan sólo así para todos, israelíes y palestinos,

más aún, para todos los hombres que viven

uno junto al otro enemistados

en esta región ocupada por el delirio,

y finalmente aun para nosotros, habrá remedio.
Si en el año 2002 dije que «Vivimos el desolado tiempo de la prosificación de la poesía.», que [la poesía] ha sido llevada «hasta un límite sin precedentes: precisamente, el de la carencia de cualquier tipo de límite dentro del cual reconocer su identidad.», ahora pregunto: ¿No es un índice inequívoco del estado francamente desesperante en que se halla, este ‹poema› de Günter Grass? ¿Por qué el premio Nobel, el genial novelista de El tambor de hojalata, digamos, incluso, el ingenioso poeta de «Las ventajas de las gallinas de viento», de «Cerezas» o de «Disputa», decide tomar partido frente a determinada circunstancia política y, en lugar de convocar a una rueda de prensa, de hacer una declaración –si es que no escribe un poema de verdad, como tantos lo hicieron (¡y qué poemas!) durante la guerra civil española, por ej.–, por qué, pregunto, formula la declaración, la dispone en supuestos ‹versos› y la llama poema («El Sr.… publicó un poema»). Ése es el estado actual, ya no de prosificación, sino de desesperación de la poesía.
No obstante, nosotros, por suerte, estamos a salvo; y tal vez hasta salvemos a todos: porque nosotros tenemos a Pidello! […J]
Hablamos de la ocasión y/o las circunstancias de un poema (de un poemario) en su génesis, pero también, en su acontecimiento: la lectura. Otra cuestión –a la que, en verdad, pensaba referirme en un principio– es la que me incumbe hoy aquí: la presentación de un poemario. Y lo que quería decir es que se me ocurre que hay también una presentación ‹de circunstancia›, de circunstancia en el sentido acostumbrado que señala Gelman, y que se traduce por lo común en una acumulación más o menos extensa, más o menos enfática, de términos laudatorios referidos a la obra o al autor; tres alabanzas por aquí, dos comparaciones por allá –lo cual está también por entero a la moda, porque, como habrán observado, los comparatistas abundan…–, alguna anécdota, siempre conmovedora, ya que referida a una antigua amistad, como es la mía con Alejandro, y la presentación está hecha. Pues bien, en mi caso, precisamente a ese tipo de presentación, es a lo que un libro como «Las alas de Ángela» se afana empeñosamente en no inducirme; ¿por qué? –Porque su lectura, la lectura de la poesía de Pidello en general, impone una serie de reflexiones, si limitadas en número, consustanciales a la poesía. Ésta es su circunstancia: la circunstancia de su presentación. Ella ha de demandar la benevolente atención de ustedes esta noche.
He de limitarme básicamente a dos aspectos: el nombre propio y la metáfora. Con alguna referencia a la instrumentación del verso y a un peculiar uso del vocativo, verán hacer visos –al menos, así lo espero– los ‹colores de mi salón de lectura› para las Las alas de Ángela.
La serie de los poemas, dividida en tres secciones («Ángela», «La filmografía de Ángela» y «El camino de los Argumentos» –luego volveremos sobre esto–), está rítmicamente interrumpida por entidades gráficas: dibujos (figurativos, en la mayoría de los cuales puede distinguirse un rostro femenino) y fotografías; los dibujos, en altiva soledad, compartiendo la satinada blancura de la página sólo con su obsesivamente repetida pertenencia autoral: «Copyright Scalabroni Ceballos»; las fotografías, además del iterado nombre de su autor: «Sergio Alejandro Solomonoff», quien ostenta ahora su autoría con la palabra inglesa reducida al signo de copyright, acompañadas por una doble leyenda: una, ‹poética›, en cursiva, de algún modo ilustrativa o alusiva a lo que se ve en la imagen, y otra, entre paréntesis, documental: sitúa y data lo que nos muestra la imagen; por ejemplo, «Sacré Coeur» o «Place du Tertre», y un mes, siempre del mismo año: 1976. Un libro, entonces, por dibujos y fotografías, con vocación parcialmente multimediática, en el que un rasgo – un rasgo que, por otra parte, reconocemos al punto como puramente pidelliano–, nos llama de inmediato la atención: me refiero a la procesión de los nombres propios, que en casi ininterrumpido desfile, cruzan, se demoran, pueblan (o he de decir mejor: pululan) en el poemario, como verdaderos agentes de una mitopoiesis única –mitopoiesis entendida como creación de una mitología ficcional– que el texto conjura, con la que nos cerca y mantiene cautivos.
De los cuarenta y tres poemas de Las alas de Ángela –43 contando como poemas los cinco «decires» que acompañan a cada uno de los cinco «Argumentos»– hay 1 poema que tiene 16, 1 que tiene 12, 1 10 y otro 8 nombres propios; 2 tienen 7, 3 tienen 6, 8 tienen 5, 4 tienen 4, 10 tienen 3, 6 tienen 2 y 3 tienen 1 nombre propio. Casi en el centro perfecto del libro (páginas 53 y 54 –de 107–) sólo 2 poemas, «Cielo» y «El misterio de los libros de partida», no tienen ninguno. Aunque a alguien pueda parecerle ridículo el conteo, la elocuente cifra de más de 4 nombres propios por poema en promedio, nos dice que no estamos descaminados al sospechar la presencia de un recurso clave de la poesía de Pidello. Porque, ¿de qué nombres propios se trata? ¿Cómo podríamos clasificarlos para comprender mejor su función –función eminentemente poética (¿Es necesario decirlo? –Sabemos que si no lo fuera, ni ustedes ni yo estaríamos sentados hoy aquí…)
Yo diría que hay, en primera instancia, dos grandes grupos:
* uno constituido por los nombres que refieren a países, regiones (aun de la antigüedad, como «Mare Nostrum»), a ciudades, barrios, calles, edificios, de cuya seriación resultaría sin duda una toponimia, por cierto dispersa, discontinua, pero en la que podrían notarse ciertas predilecciones: París, ante todo París, el Pont Neuf, , Le Marais, d´Italie y du Nord; luego Clichy y el Château de Quéribus; pero también Bulgaria (o Bălgarija, ¡escrita en Búlgaro!), Lublin, Roma y Vercelli; , pero también de Táranto; la rue Saint Martin y las calles Monseñor Cabrera y Juan XXIII;
* otro que comprende personajes y eventualmente obras del mundo de la cultura. Las figuras que vemos desfilar aquí pueden dividirse, a su vez, en varios subconjuntos; además del de los nombres históricos: el duque Stanislas, el duque de Lorraine, Napoleón y Enrique IV, el de los escritores, donde encontramos a Quevedo (Quevedo nos recibe y nos despide de Las alas de Ángela: aparece en el segundo y en el último poema), Rimbaud, Cadícamo, Prévert y Barthes; el de los artistas plásticos, con Giacometti, Chagall, Matisse, Kandinsky y Kasuya Sakai; el de los fotógrafos, cineastas y hasta modelos: vean a Bernard Foucon con Luc Besson, Fellini, Hitchcok, Truffaut y Wim Wenders; las sinestesias de más de un lugar de Pidello tienen aquí su correspondencia, puesto que el inventario no se reduce a lo visual: he allí directores de teatro y de óperas, y aun las óperas mismas: Tarkovski, Godunov, Turandot, junto a músicos y cantantes: Cecilia Bartoli, Miles Davis y Gardel. Aun, entre «sobrios fulgores monocromáticos», «atrás» y no «muy atrás de… posibles hervores primigenios» intuimos las estructuras disipativas, los sistemas complejos y la irreversibilidad, desplegados por el nombre Nobel de un título: Prigogine.
Frente a estas listas onomásticas claramente definidas, destacan, por contraste, los nombres de pila indeterminados, con sus diferentes grados de indefinición o de intimidad, desde el «Terry» del poema «La luna», cuya inesperada inscripción, de tono banal, en el texto:
«…
Hoy la luna se acercaba peligrosamente
/ a tu cuerpo
y agrandaba los ruidos de los colores
/ sobre los perfumes
–quiere que le devuelva los 3 mil dólares–
–y qué esperabas Terry?–
…»
le confiere un carácter prácticamente eliotiano («Madame Sosostris, famous clairvoyante…» de La tierra baldía) a «Andra», «Billy» o, qué digo, la propia «Ángela»…
La referencia del sustantivo propio es esencialmente singular, por oposición a la colectiva de los sustantivos comunes. El sustantivo común segmenta la realidad en parcelas designables; la experiencia subjetiva –lo que quiere decir: cada actualización única e irrepetible– se conceptualiza, y al hacerlo, se vuelve por lo tanto abstracta y comunicable, adquiere carácter objetivo. Y esto lo opera el significado. Mas el único recurso de que disponemos para designar lo individual, y, por consiguiente, en cierto modo intransferible, es el nombre propio. Habría que construir una onomástica del poemario de Pidello que diera cuenta no sólo de la morosidad y delectación del desfile de nombres propios y de su función vehiculizadora de variados intertextos culturales, sino de la potencia evocadora y el vigor connotativo que puede tener en el seno de la ‹imagen› (fíjense el grado de autonomía que puede alcanzar: «tu mirada de Inés Sastre como Estela Canto» –verso de la Pág. 77–) y, más aún, o mejor dicho, más atrás aún, de su mágico poder sugestivo en tanto generador de poesía, en tanto esa curiosa «…metonimia / que da ganas de ideas»: porque el placer carnal del nombre único, como palabra pura, se hunde en el –como nos dice Fatal Ángela– «…perfume de la oculta magia de la materia sublime».
En cuanto al segundo aspecto, la metáfora, Archea, la «madre primigenia de las formas estilísticas», muchos de ustedes conocen ya sobradamente en qué medida me preocupa desde hace años esta figura consustancial al lenguaje poético y las razones por las que creo inexcusable una profunda reflexión sobre ella en el momento que viven, no sólo la poesía, sino amplias zonas del discurso contemporáneo (determinadas líneas historiográficas –Hayden White–, una cantidad de pensadores y críticos post-estructuralistas, el propio pensamiento ‹figurado› de Walter Benjamin serían algunos ejemplos al respecto). Si la mayoría de los aquí presentes a buen seguro acuerda en que difícilmente podemos pensar una poesía sin metáforas, todos los que hayan leído alguna vez un poema de Pidello coincidirán conmigo en que es precisamente la metáfora, su riqueza, digo, su inagotable fantasía, la siempre sorprendente y a veces inaudita audacia de las relaciones que establece, lo que le confiere su atmósfera inconfundible, su cuño particular.
«…
Las torres del amor no tienen flores de pubis.
Los ojos de los países del cielo, las piernas,
los automóviles de pieles se extraviaron
en noches silenciosas.
Músicas segregan lamentos de arquitectura
y vinos con mares comunes instauran
aplausos.»

                                          [El show de la decadencia]
O, el mismo fragmento escogido para la contratapa:
«…
A mí, que amé el mundo
me volaban tus zapatos rojos con tacos finitos
o infinitos si se tomaban en la escala de
/ los premios de familia
con viejas palabras como burguesa
llena de fruta
de esperanto
y de nafta.»

                                                  [Fatal Ángela]
Lo que se diga de la metáfora ha de ser tomado en sentido lato: comprendiendo incluso a la comparación; cosa que, naturalmente, no puede sorprendernos, ya que no en vano definió Quintiliano a la metáfora como «comparación abreviada». Traslación (metaforización) y comparación, la copiosidad de ambas, es en Pidello un solo y el mismo gesto:
«…
como un sol eclipsado desde la eternidad por una luna escondida

como sutil estrategia para inventar en los límites humanos.

como el cierre inexorable de tu pollera roja,
…»
La metafórica de Pidello es –resulta obvio mencionarlo– de pura estirpe surrealista. El surrealismo –quizás el movimiento que más profundas huellas dejara en la literatura y el arte a partir del primer cuarto del siglo XX– procede, básicamente, por descontextualización de los elementos: como cualquier ‹hablante nativo› (o ‹ciudadano parlante›) puedo representarme perfectamente el concepto de fruta, sus sabores y olores, imaginármela incluso en una naturaleza muerta, sea de un barroco flamenco o de Cézanne; y sé, naturalmente qué es el esperanto y qué es la nafta: nada hay allí que en principio pudiera sorprenderme o asombrarme; no es eso, sino la contigüidad de los elementos (nueva, insólita, absurda incluso; cautivante y misteriosa, ofrecida como enigma, como la ofrecen los sueños) lo que significa; pero ¿qué y cómo significa? ¿Cómo desafía a mi capacidad de comprensión, poniéndome al borde de un abismo al que, para entregarme –y entregarse sea quizás la única posibilidad de leer– he de abandonar toda certeza? He aquí, a mi entender, el profundo corte, el salto cualitativo que opera el surrealismo, la piedra de toque de su trascendencia como movimiento poético, no sólo en el horizonte de la literatura a partir del siglo XX, sino en el más amplio de la literatura universal, desde sus orígenes, teóricamente meditados (pienso en la retórica clásica), hasta el presente. Es que siempre la metáfora, en tanto sustitución, permuta de un término por otro, se construyó en base a la presencia (presencia eficaz) de una entidad imprescindible, de un elemento común al término sustituido y al término sustituyente, que era a la vez condición y factor de la sustitución: éste es el tercero de la comparación, llamado técnicamente con su nombre latino tertium comparationis. Pero la sustitución (translatio), operada de tal manera, era, a la vez, un desafío al intelecto: la operación podía, y en cierto modo debía, para consumarse –puesto que tal era su principio constitutivo–, debía poder rehacerse en dirección inversa; en otras palabras, debía poder reponerse el significante sustituido, mediante una operación intelectiva. Este mecanismo tiene uno de sus puntos culminantes en la demanda de la accutezza recondita y, en general, en la concepción metafórica del barroco. Bien, alguna vez dije que, si no el primero (históricamente) en abolir este requisito –en Mallarmé, por ejemplo, hay ya una nítida y buscada, consciente irresolución o indecidibilidad del sentido, aunque con otra intención–, sí es el surrealismo el que extiende su ‹certificado de defunción› –precisamente merced a la identificación del elemento ‹real› con el ‹imaginario› (R con I, según la esquematizan algunos, siguiendo a Bousoño) «a través no de una base común objetiva, sino subjetiva y emotiva» (lo que nosotros formulamos mediante Sttd./Stty.): al hacerlo, amplía el espectro ‹estilístico›, los recursos ‹expresivos› de la poesía, de modo inusitado. La consideración de este hecho –que parece seguir pasando desapercibido– como una pura ganancia, me ofrece serias dudas. Sea como fuere, la poesía de Pidello nos proporciona, muy generosamente, un exquisito material para seguir pensando al respecto.

El poemario cierra con una sección, significativamente titulada «El Camino de los Argumentos», compuesta por cinco poemas geminados de manera muy especial. En el título, «Camino de los Argumentos» («Camino» y «Argumentos» escritos además con mayúscula) resuena un tono sentencioso oriental: ¿De qué camino se trata? ¿De un camino acaso ineludible, como el del Tao? –«El Tao es aquello de lo que uno no puede desviarse; aquello de lo que uno puede desviarse no es el Tao.» (Watts, 1976. p. 85) La nota al pie, no obstante, cambia abruptamente el foco, y nos remite al mundo latino, y más precisamente, a la máquina retórica: el «argumento» es ahora un argumentum, o, mejor dicho, era, como dice el mismo texto, insinuando así, por otra parte, el comienzo de un relato. (Lo diegético y lo sentencioso se continuarán en otro registro, en la página siguiente, con la cita de Schwob: «Et Monelle dit encore…») Esta entidad (el argumento) versátil –antes de volver la página se ha convertido ya en «decir»– es definida en estos términos: «Cada argumentum era como un mensajero de Ángela que construía una motivación para promover o proponer una determinada acción.» La definición avala la alegoresis de Ángela –la que «tiene alas especiales, / como de ángel», según nos dice el libro en la primera página–; Ángela es nuncio en figura femenina, como su nombre lo indica [griego ággelos, ‹mensajero›; (N. T.:) ‹mensajero de Dios›], y no puede proceder sino de la ‹bella vida›; recordemos a Stefan George, en el famoso poema:

Con pálido celo buscaba yo el tesoro

 

Estrofas plenas de hondísima aflicción

Y el giro de las cosas era incierto y sordo ‑

Cuando un ángel desnudo atravesó el portón:

 

 

Al sentido soterrado traía un don:

 

De flores la carga más copiosa y no menores

eran sus dedos que de almendro las flores

Y rosas rosas ceñíanle el mentón.

 

 

Corona alguna no ostentaba su cabeza

 

Y casi igual a la mía era su voz:

Me envía a ti una vida de belleza

Como nuncio: al decirlo se sonrió
[…]

¿A qué nos introduce, qué nos propone, empero, todo este ‹camino argumental›? –La respuesta es múltiple. Una ‹objetivación› del poema: un apunte ‹taquigráfico›, supuestamente denotativo, con copiosas series de oraciones nominales (= sin verbo principal), verbos en infinitivo y marcas de ‹monólogo interior› («Pienso…»): en una palabra, un registro documental de la génesis, a la vez que una suerte de cuaderno de bitácora de la escritura. ¿Por qué este desdoblamiento del poema? –Porque los textos en cursiva, en las páginas pares, actúan también, de hecho, como otro poema o, si lo quieren, como el mismo poema en otro registro. El juego de la geminación –y de la interacción de ambos textos («las duplicaciones que conducen a la inestabilidad»)– alcanza el clímax en la página 100, donde el argumentum nos arroja, dejándonos solos, ante los signos del hangeul (?) (de la escritura coreana, no sabemos si formulada en hangugeo o chosŏnmal, si en coreano del sur o del norte J)… El poema argumenta; el argumento poetiza. ¿O es que se piensa, o de algún modo se intuye, que la consumación metafórica requiere para su logro, como decíamos antes, la posibilidad de desandar el proceso de sustitución, en otras palabras, de saber a qué se refiere, como lo sabíamos al leer, digamos, los prolijos epígrafes que solían ofrecernos los poemas del siglo de oro? Aquí radica el problema de la representabilidad, acaso el principal problema del arte contemporáneo. Ésta es la manera en que este texto nos lo da a pensar; uno de los desafíos, o de las osadías, de la poesía de Pidello. Pero no la única. Otra, que no puedo dejar de mencionar, es la del manejo del verso libre: cuesta, en más de un lugar, acompasarse al verso de Pidello; cuesta, porque la oscilación de longitud es máxima, claramente sobre el límite prosódico de lo reproducible, ni qué decir de lo vocalizable. Cuesta, por supuesto, si uno concede a esta entidad llamada ‹verso› –vuelta, en nuestros días, ya una curiosidad arqueológica– un valor rítmico-musical. [Un ejemplo. Marco el corte de los versos y los puntos suspensivos con la mano] El poema «Viens là»:

tú (1)

turbación fugaz sobre la muralla de Girona, (15)

celosamente los códigos de esas pasiones (14/15)

/ del alma que Descartes tan bien (8/9+1=9/10) – [24/25]

contó a la reina. (5/6)

Más abajo, de nuevo un monosílabo:

–no

de la reina–

El verso pendula entre el énfasis conferido a su expresión casi mínima, el monosílabo –digo ‹casi›, porque el próximo paso sería el fonema (el grafema), en cuyo caso, no obstante, se trataría de otro proyecto poético- y la impronunciabilidad: todo el mundo sabe que ninguna cadena de veinticinco sílabas puede ser percibida como verso. En esta pendulación entre el máximo vigor prosódico de la absoluta brevedad y una exigencia de imposible cumplimento, es que radica su osadía. Si alguien dudara de cómo Ángela pone en escena las peripecias del verso o de en qué medida con él se compromete, bastaría con señalarle el final:

«Quevedo, por favor mirá y correte» [J]

Porque este libro, amigas y amigos, termina –aunque no enteramente compuesto de versos canónicos, como el endecasílabo que acabo de citar–, para nuestra gran sorpresa: ¡con un soneto! (una verdadera muestra de humor pidelliano…)

Hemos hablado de la onomástica, de la metáfora, de la versificación y del argumentum; pero dejaría incompleto el reparto de roles de la puesta en escena de esta poesía, si me despidiera sin mencionar un rol que reconocerán también de inmediato –creo, aunque no han leído todavía este libro; lo reconocerán, porque se encuentra passim en Pidello, siendo asimismo consustancial a la mitopoiesis de la que hablábamos al principio: el actor (¿o debería decir la actriz?) se llama vocativo. Es, más allá de nominaciones ocasionales –«Ves Françoise?», o la propia Ángela, que aquí, en contraste, aparece preponderantemente en tercera persona, ‹objetivada›–, el proteico, ubicuo e indeterminado de Pidello; no la interlocutora, la alocutaria anónima, un eterno femenino o fémina eterna que conjura sin cesar lo articulado:

«Alguna vez, lo pensé con vos como

                / vuelta enrevesada de esa época

como voz, o casi sonido seco, como alas

                / de madera»

Así, se transfigura la alígera Ángela, transponiéndonos al fotismo del amador, a la alucinatoria experiencia de visión de la luz.

 

Héctor A. Píccoli

 
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